RESUMEN: La doctrina transaccional de la administración Trump parece estar basada en la personalidad y experiencias de Donald Trump y no en una teoría abstracta sobre el comportamiento de los estados. De acuerdo a la tal doctrina, se pueden tener relaciones exitosas con países que comparten puntos de vista respecto a un beneficio mutuo. Trump pisotea las normas que su antecesor Barack Obama, buscó reforzar para beneficio del sistema internacional y de sus servidores. La doctrina Obama, al igual que la de Trump, surgió de su propia personalidad.
Foto – El Presidente Donald Trump, 27 de mayo, 2017 fotografía del Cuerpo de Marines por el Sargento Samuel Guerra vía el Departamento de Defensa de los Estados Unidos
¿Qué es la Doctrina Trump? ¿Cómo podemos tomarnos este ensamble de decisiones políticas de su gobierno: aplicaciones mucho más estrictas a las fronteras, aranceles a las importaciones chinas, renegociaciones ruidosas y exitosas en los acuerdos comerciales con Canadá y México, palabras muy duras para los miembros de la OTAN respecto a sus míseras contribuciones, mayor cooperación militar con Polonia, desafíos con China en el Sudeste Asiático, el traslado de la Embajada estadounidense en Israel a Jerusalén – y extraer de ahí un conjunto de principios? ¿Y cómo debe incluirse dentro de la ecuación la inquietante personalidad de Trump y sus arrebatos quijotescos?
Para responder a estas preguntas, uno debe considerar incluso si se puede realizar algún tipo de análisis en contexto a los tantos oprobios e insultos lanzados contra Trump por los medios de comunicación estadounidenses y globales – “fascista”, “nazi”, “racista” – sin convertirse en objetivo de acusaciones similares. Y por encima de todo, uno debe preguntarse: ¿existe de hecho una “doctrina” en oposición a un estilo basado en la personalidad e instinto? Si fuese así, ¿es realmente diferente de otras administraciones?
Tal como muchos han señalado, el enfoque de Trump hacia la política exterior, igual a sí mismo, es algo casi puramente transaccional, impulsado por la filosofía que la vida es ‘todo o nada’. Pero a diferencia de las elites que planearon y ejecutaron los últimos 70 años de política interna y externa estadounidense, Trump no parece tener una visión muy clara sobre la forma ideal u operacional del mundo.
En importancia, nada de lo que Trump hace tiene su asidero en abstracciones intelectuales como la teoría de las relaciones internacionales o cualquier otra teoría. No existen suposiciones sobre el comportamiento esperado de los estados, o si estos siguen intereses o ideologías – solo que los Estados Unidos han sido engañados por la “globalización”, que otros entes han utilizado para cubrir su propia forma equilibrista de pensar.
Existen sin embargo, ciertos objetivos definibles: la restauración de la grandeza económica estadounidense, de la cual fluye un papel igualmente prominente en los asuntos internacionales (la esencia de la inepta fraseología de “Estados Unidos Primero”), así como también las fuertes relaciones con los aliados. La naturaleza de los aliados es directa si no simplista: un comercio relativamente abierto, responsabilidades de defensa compartidas y valores culturales comunes. Sin embargo, los acuerdos pueden hacerse junto a autócratas, que se ven halagados y engatusados en tal cooperación.
Esta es una visión estrictamente útil de las instituciones internacionales. Los mecanismos preferidos de las relaciones internacionales no son estructurales sino personales, de ahí la omnipresencia del yerno de Trump Jared Kushner como emisario. Esto revierte la sabiduría convencional acerca de la necesidad de contar con profesionales sabios a su alrededor y sin embargo hacer retroceder los Estados Unidos a los estándares anteriores a la Segunda Guerra Mundial, donde prominentes empresarios fueron frecuentemente designados para desempeñar funciones en el área de política exterior. La ONU no es considerada un foro que aplaca los conflictos internacionales a través de debates y consensos (o el lugar para ventilar quejas y estupideces), sino un mecanismo que opera limitando injustamente la libertad de acción estadounidense mientras le exige a este su apoyo en pleno.
La misma sospecha e irrespeto limítrofe se extiende hacia otras instituciones multilaterales, incluyendo a la OTAN, considerada como una alternativa de la generosidad estadounidense. La Doctrina Trump exige que la utilidad de estas y otras instituciones sea puesta a prueba continuamente en lugar de ser asumida. Esto también revierte 70 años de teoría y políticas inertes que en su mayoría han aceptado a estas instituciones como certeras.
En lugar de asumir lineamientos, existen acuerdos dentro de lo acordado, que conducen mutuamente a un objetivo de relaciones económicas y políticas mucho más rentables. Las relaciones exteriores están siendo reconstruidas sistemáticamente desde niveles bilaterales en escala ascendente a fin de enfrentar las dos principales amenazas a la prosperidad y seguridad estadounidense: China e Irán.
China se sorprendió al ser señalado por primera vez como una potencia imperialista que ha manipulado el comercio internacional para su propio beneficio y que ha robado propiedad intelectual estadounidense siendo esta de un valor incalculable. Irán también se sorprendió al verse como objetivo a sanciones que le fueron renovadas, cuando anteriormente ha visto reunida la totalidad de la política exterior estadounidense (y europea) en aras de proteger el acuerdo PIDAC. En cuanto a Rusia, ahora se le considera lo que en realidad es: un estado fallido determinado para crear problemas siempre que sea posible, en un descenso terminal pero aún central debido a su papel en Siria y su arsenal nuclear.
Los países más desagradablemente ridiculizados en África y Latinoamérica, aparentemente incapaces de generar algún desarrollo económico o político, son considerados como lo fue el sur del Bronx en la década de los años 70: barrios marginales que deben ser separados del resto de la política y del re-desarrollo, primero desde lo interno. Dados los avances políticos y económicos de China en estas plazas, este vendría a ser un error estratégico, pero bien pudiera abordarse durante una segunda administración Trump cuando los países de África y Latinoamérica se den cuenta plenamente de como China se ha venido aprovechado de estos.
El objetivo de la Doctrina Trump es simple: seguridad y prosperidad para los Estados Unidos y sus aliados y el resto que se joda. El “sistema internacional” como tal no figura en esta perspectiva. Naturalmente, este pensamiento ha enfurecido a los expertos en política exterior acostumbrados a predicar teorías, evasivas, procesos y sabidurías tanto de su propia experiencia como la del sistema internacional al que sirven. Los aliados europeos, acostumbrados tanto a la sumisión y respeto como al apoyo de los presidentes estadounidenses, se les ven muy desconcertados.
El desprecio de Trump por la poca creencia del “sistema” es otro de sus innumerables pecados en contra de las “normas”, que han amenazado a las políticas egoístas y a las elites de los medios de comunicación tanto como a sus cambios sustantivos de política. Pero dada la falta de articulación, ¿puede esto ser considerado realmente una “doctrina” o simplemente surge de la personalidad de Trump, basada en su instinto y experiencia?
Una forma de entender el comportamiento y la política de Trump es contrastarlo con el de Barack Obama. Obama adoptó un enfoque intelectual impulsado por las normas según el cual Estados Unidos era culpable del pecado original y donde la salvación solo podía realizarse a través del estado.
La política de la administración Obama fue caracterizada como una de “construcción nacional interna” y “liderada al estilo Mandela”, consignas que tenían inmensas implicaciones políticas. Entre otras cosas, la política de Obama fue impulsada por una visión muy crédula de los procesos e instituciones internacionales y su aceptación explícita como medio de dominar la “arrogancia” estadounidense. Si existía una teoría, era una visión medible o determinable del mundo basada en una imagen espejo – en otras palabras, todos los pueblos y estados comparten el mismo objetivo básico de garantizar que los estados son garantes primarios de la ayuda. El liderazgo estadounidense no era requerido sino solo sus recursos. Eso incluía el apoyo financiero directo, así como también la tácita aceptación del titánico robo a la propiedad intelectual y el delito en la red a nivel estatal.
La “creación de la nación, internamente” – es decir, la ampliación del estado – también necesito del control sobre las manivelas de la democracia. En términos prácticos, esto fue logrado a través de la integración del Partido Demócrata con los órganos del estado, el complejo de medios, tecnología y entretenimiento y los intelectuales junto a la construcción de un culto a la personalidad de Obama que rutinariamente marginó a los opositores políticos como “racistas”. Existe más que una pequeña ironía en el hecho que, a pesar de toda la gritería de que Trump es un fascista, Estados Unidos se acercó aun más al verdadero fascismo bajo la tutela del gobierno de Obama.
Las doctrinas son extensiones de la personalidad y parte de esto se refieren al ego. Con Obama, nunca se cuestionó su creencia en sí mismo. Sus seguidores creían en él con una convicción igualmente absoluta – este era sabio, omnipresente e imperturbable. A Obama, al fin y al cabo le fue acreditado el Premio Nobel por traer la paz al mundo incluso antes de llegar a asumir el cargo.
Con toda una profesión basada únicamente en su encanto personal y casta, el objetivo de Obama fue atacado. Los opositores políticos fueron despedidos como idiotas racistas. Los líderes extranjeros expresaron trivialidades sobre sus dotes y observaron el cómo Estados Unidos se retiraba del escenario mundial. Los totalitarios como Putin se burlaron y no tuvieron restricciones en su agresión. La personalidad de Obama, vana, confiada y odiosa hacia el ‘excepcionalismo norteamericano’ (creencia por lo excepcional), moldeó su “doctrina”.
El egoísmo de Trump también es incalculable, pero como sabio conocedor de los medios de comunicación, su desempeño es tanto más abierto y más sutil que el de Obama. Al igual que Obama, la fe de Trump en su persona es ilimitada, pero su proyección de esa confianza supera muy frecuentemente y con creces ambas la fanfarronería y la ironía, lo que sugiere al menos hasta cierto punto, se vea como si sobreactuara. Tanto para los verdaderos creyentes como para los verdaderos enemigos, no existen dudas acerca de Trump, pero la inmensa mayoría debidamente se pregunta si simplemente actúa como para inspirar, engatusar, indignar y más. Esta posibilidad, junto a la palpable desconexión entre lo escandaloso de su palabras y sus acciones limitadas (siendo estas principalmente las de un demócrata centrista de la década de los 90), deja abierto el tema de quién es realmente. La doctrina Trump viene incorporada junto al principio de incertidumbre.
Los informes que Trump confunde a los líderes chinos y rusos son por lo tanto, muy tranquilizadores. Los líderes chinos y rusos, acostumbrados a la retórica predecible de estadista y a las tímidas políticas de los presidentes estadounidenses, no pueden penetrar dentro de la lógica de Trump ni predecir hacia donde van dirigidas. El peligro es que continuarán ensayando y poniendo a prueba su resolución, en espera de que la cuidadosamente cultivada indignación interna y externa y los continuos problemas legales de Trump provean algo de distracción. Trump es una pesadilla aún mayor para las elites políticas acostumbradas a lo previsible en nombre de una administración. Para ellos, es indiferente si las políticas de Trump son exitosas o ventajosas.
Para el Medio Oriente, las implicaciones de la Doctrina Trump siguen siendo inciertas. Asediado por la gran cantidad de problemas legados por la administración Obama (Irán, Siria, Libia y Yemen), así como también por la transformación islamista de Turquía y las tendencias autodestructivas de la élite saudita, ejemplificadas por el asesinato de Khashoggi, el enfoque transaccional de Trump ha sido bastante limitado en el obtener aciertos. Sin embargo, el enfoque ha sido reafirmado en un énfasis continuo sobre la necesidad de crear una sólida relación saudita con un único objetivo de oponerse a la agresión iraní en Yemen.
Para Israel y Egipto, el premio para que Estados Unidos se mantenga a distancia del insoluble conflicto árabe-israelí ha sido palpable. En contraste, los ataques con misiles palestinos y los asaltos verbales al traslado de la embajada fueron pruebas convincentes para la ya centrada administración Trump en el acuerdo de que no existe socio con el cual negociar. Esta puede ser una de las razones por las cuales el tan cacareado y aún misterioso “acuerdo de paz” aún no ha sido revelado. Como es habitual, la incapacidad de los palestinos de reconocer los nuevos parámetros transaccionales y su recurso automático hacia la internacionalización no les sirve de mucho.
¿Se articulará una Doctrina Trump mucho más progresista? Y, si de hecho las doctrinas son impulsadas más por la personalidad de lo que generalmente se les reconoce, ¿qué aportarán los futuros presidentes estadounidenses al estrado mundial? Estadounidenses y no-estadounidenses puede que examinen a los candidatos teniendo en mente algunas de estas preguntas, incluso mientras vamos colgados en la montaña rusa de la administración Trump.
Alex Joffe es arqueólogo e historiador. Antiguo miembro no-residente en el Centro BESA y becario Shillman-Ingerman en el Foro del Medio Oriente.